

El vestido, la arquitectura, la dieta, los usos sociales en general,
son elementos identitarios de las comunidades humanas. El sonido también
lo es. Los lugares donde las comunidades humanas se desarrollan se caracterizan
por los paisajes sonoros que generan. El horizonte acústico de
las comunidades rurales puede hallarse a varios kilómetros. El
sentido del espacio y de la posición contribuye en el mantenimiento
de las relaciones entre el individuo y sus puntos de referencia psíquicos,
es decir, su comunidad. Tales relaciones se fortalecen con la escucha
de sonidos procedentes de lugares más o menos lejanos, más
o menos próximos. Ello no sólo afecta a las relaciones
del individuo con su comunidad : de esa forma también se establecen
y mantienen relaciones entre comunidades vecinas.
La personalidad sonora de las comunidades humanas está amenazada.
Con el desarrollo de las sociedades aumenta inexorablemente la cantidad
de paisajes sonoros diferenciados que día a día se sumergen
en la uniformidod, tan característica de los paisajes sonoros
anónimos de las aglomeraciones urbanas. En esas comunidades,
los sonidos tienden a quedar enmascarados y, como consecuencia, el espacio
aural de los individuos resulta tremendamente restringido. Cuando el
enmascaramiento es suficientemente intenso como para que no se pueda
escuchar el reflejo de los sonidos del movimiento propio en los límites
mecánicos del espacio, el espacio aural se reduce, tiende a coincidir
con los límites de uno mismo, que queda así psíquicamente
aislado de su entorno. Si el enmascaramiento de los sonidos llega a
ser tan intenso como para que no pueda oírse ni el roce de nuestras
ropas, ni la sensación aural de espacio disminuye por debajo
de las dimensiones del cuerpo. Con ello, tiende a descender el nivel
de autoreconocimiento y por tanto, la experiencia de identidad. En tales
condiciones, los sonidos se ahogan y dejan de ser percibidos : se funden
entre ellos hasta que el paisaje sonoro pierde toda información
relevante para devenir, pura y llanamente, ruido.
Como reacción a su naturaleza agresiva, pero también al
poco interés del paisaje sonoro de las comunidades urbanas, muchos
tratan de acallarlo con barreras o con la generación de sonidos
propios, como la música. En lugar de ser escuchados, con demasiada
frecuencia los mensajes que los sonidos transportan tienden a ser silenciados.
El uso del sonido como instrumento agresivo o de protección ante
el paisaje sonoro presenta una consecuencia psicosocial no exenta de
una peligrosa capacidad desintegradora : desde la experiencia íntima
de cada uno de nosotros, corremos el riesgo de llegar a considerar como
enemigos al entorno y a la comunidad. Pero el entorno acústico,
dice Ray M. Schafer, debe ser escuchado como si fuera una música
de cuya composición todos hemos de hacernos responsables. Y para
ello, quizá sea necesario dejar de producir sonido, reducir la
actividad mecánica, incluso la psicológica, y así
volver a ser seres humanos y no meros generadores de actividad humana.
Jose
Manuel Berenguer
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